Historia de una escalera
Luis Bernal 8 de octubre de 2018
Cuando caemos por las escaleras, solemos echarnos a nosotros mismos la culpa del accidente y en general atribuimos la caída a un descuido o una falta de atención. De hecho, el diseño influye de forma importante en la probabilidad de que se produzca una caída y en el dolor que sentiremos cuando dejemos de rebotar por los peldaños. Una mala iluminación, la ausencia de barandillas, peldaños irregulares, contrahuellas excesivamente altas o bajas, peldaños excepcionalmente anchos o estrechos y descansillos que interrumpen el ritmo del ascenso o el descenso son los principales fallos de diseño causantes de accidentes.
Bill Bryson: En casa, una breve historia de la vida, RBA Libros, 2011.
Según Templer, la seguridad de las escaleras no es un problema único, sino dos: «Evitar las circunstancias que causan los accidentes y diseñar escaleras que minimicen los daños en caso de producirse un accidente». Habla de una estación de tren en Nueva York (no especifica cuál) en la que se aplicó a los bordes de los peldaños un tratamiento antideslizante con un dibujo que hacía difícil discernir dónde se acababa el peldaño. En el plazo de seis semanas, más de mil cuatrocientas personas —una cifra verdaderamente asombrosa— cayeron por esas escaleras, momento en el cual decidieron solucionar el problema.
Las escaleras incorporan tres figuras geométricas: la contrahuella, la huella y la pendiente. La contrahuella es la altura entre peldaños, la huella es el peldaño en sí (técnicamente, la distancia entre los bordes, o mamperlanes, de dos peldaños sucesivos medida horizontalmente), y la pendiente es la inclinación total de la escalera. El ser humano tiene una tolerancia a las pendientes bastante limitada. Cualquier cosa superior a 45 grados resulta incómodamente costosa de subir, cualquier cosa inferior a 27 grados es tediosamente lenta. Resulta muy duro subir escalones que no tienen mucha pendiente, y todo ello se debe a que nuestra zona de confort es muy pequeña. Un problema inevitable de las escaleras es que tienen que transmitir seguridad en ambas direcciones, por mucho que los mecanismos de la locomoción exijan posturas distintas en cada dirección (cuando subimos nos inclinamos hacia las escaleras, mientras que cuando bajamos echamos hacia atrás nuestro centro de gravedad, como si aplicásemos un freno.) Por lo tanto, las escaleras que resultan seguras y cómodas en ascenso tal vez no lo sean tanto para bajar, y viceversa. La capacidad de proyección hacia arriba que tenga la huella, por decir algo, puede llegar a afectar a la probabilidad de dar un traspié. En un mundo perfecto, las escaleras cambiarían ligeramente de forma dependiendo de si el usuario subiera o bajara por ellas. Pero en la práctica, podríamos decir que cualquier escalera es un término medio.
Observemos una caída a cámara lenta. Bajar una escalera es, en cierto sentido, una caída controlada. El cuerpo se impulsa hacia el exterior y hacia abajo de un modo que sería a todas luces peligroso si no estuviéramos controlándolo todo. El problema para el cerebro estriba en distinguir el momento en el que el descenso deja de estar controlado y se inicia una situación de infeliz caos. El cerebro humano responde muy rápidamente al peligro y al desorden, pero aun así los reflejos necesitan una mínima fracción de tiempo —190 milisegundos para ser exactos— para ponerse en marcha, para que la mente asimile que algo va mal (que ha pisado un patín, por decir algo) y de este modo prepararse para realizar un aterrizaje complicado. Durante este intervalo tan increíblemente breve el cuerpo descenderá, en promedio, varios centímetros más… demasiados, en general, para que el aterrizaje resulte elegante. Si todo esto sucede en el último peldaño, el resultado no será otro que un desagradable sobresalto, más bien una afrenta a la dignidad que otra cosa. Pero si sucede más arriba, los pies no serán capaces de llevar a cabo una recuperación con el debido estilo y habrá que confiar en que podamos agarrarnos al pasamanos o, en realidad, en que haya un pasamanos. Un estudio realizado en 1958 descubrió que en tres cuartas partes de todas las caídas por escalera no había pasamanos en el punto donde se inició la misma.
Los dos momentos en que debe prestarse especial atención a una escalera son al principio y al final del recorrido. Es entonces cuando tendemos a estar más distraídos. Hasta un tercio de todos los accidentes en escaleras se producen en el primero o en el último peldaño, y dos tercios se producen en los tres primeros o en los tres últimos peldaños. La circunstancia más peligrosa es encontrar un único peldaño en un sitio inesperado. Casi igual de peligrosas son las escaleras con cuatro o menos peldaños. Parecen inspirar un exceso de confianza.
No es de sorprender que bajar escaleras resulte mucho más peligroso que subirlas. Cerca del 90 % de las lesiones se producen durante el descenso. La probabilidad de sufrir una caída «grave» es del 57 % en tramos de escalera rectos y de solo el 37 % en escaleras con un recodo. También los descansillos deben tener un determinado tamaño —se considera correcta la suma del ancho de un peldaño más el ancho de un paso— para no romper el ritmo del usuario de la escalera. Una rotura del ritmo es el preludio de una caída.
Durante mucho tiempo se reconoció que la gente que sube y baja escaleras valora poder hacerlo con un determinado ritmo, y que este instinto podía satisfacerse fácilmente construyendo peldaños anchos en ascensos cortos y peldaños más estrechos en ascensos con mayor pendiente. Pero los autores de la arquitectura clásica dijeron muy poco sobre el diseño de las escaleras. Vitrubio se limitó a sugerir que las escaleras tenían que estar bien iluminadas. Lo que le preocupaba no era disminuir el riesgo de caídas, sino impedir que chocara la gente que se movía en direcciones opuestas (otro recordatorio de lo oscuro que podía llegar a ser el mundo anterior a la electricidad). No fue hasta finales del siglo XVII cuando un francés llamado François Blondel concibió una fórmula que fijaba matemáticamente la relación entre la contrahuella y la huella. Sugirió en concreto que, por cada unidad que aumentara la altura, la profundidad del peldaño debería disminuir en dos unidades. La fórmula fue ampliamente adoptada e incluso ahora, más de tres siglos después, continúa siendo venerada en muchos códigos constructivos aun sin funcionar del todo bien —o sin funcionar en absoluto— en escaleras excepcionalmente altas o excepcionalmente bajas.
En la época actual, Templer sugiere que las huellas deberían tener entre dieciséis y dieciocho centímetros, y que las contrahuellas nunca deberían ser inferiores a veintitrés centímetros, sino más bien tener unos veintiocho, aunque si miramos a nuestro alrededor observaremos que la variación es enorme. En general, y según la Encyclopaedia Britannica, en Estados Unidos los escalones suelen ser algo más altos, por unidad de peldaño, que los británicos, y los del resto de Europa más altos aún, pero no lo cuantifica.
En términos de la historia de la escalera, poca cosa puede decirse. Nadie sabe dónde se originó la escalera ni cuándo, ni siquiera aproximadamente. Las primeras, no obstante, no debieron de ser diseñadas para desplazarse hacia un piso más elevado, como cabría esperar, sino más bien hacia abajo, hacia el interior de las minas. En 2004 se descubrió la escalera de madera más antigua de la que se tiene noticia, fechada hace tres mil años, en Hallstatt, Austria, en el interior de una mina de sal subterránea de la Edad de Bronce. Fue posiblemente el primer entorno en el cual la capacidad de poder ascender y descender sin más ayuda que los pies (a diferencia de una escalera de mano, en la que son también imprescindibles las extremidades superiores) se convirtió en una ventaja necesaria y positiva, pues significaba poder tener ambas manos libres para transportar cargas pesadas.